Khadija Amin (izquierda), periodista, y Massouda Kohistani, activista de derechos humanos, refugiadas afganas en la ciudad española donde han sido acogidas, el pasado jueves. 28.
La semana que viene empiezan sus clases de español. Aquí son inseparables, pero allí sus vidas eran muy distintas. Khadija, 28 años, hija de una maestra y un mecánico, era hasta hace dos semanas una presentadora ascendente en los informativos matinales de la televisión pública afgana. Por la tarde acababa la carrera de Periodismo. Se casó a los 18, y después de seis años y tres niños (uno de siete y dos gemelos de cuatro, de los que se ha separado “por su seguridad”) su marido contrató una señora para cuidarlos y le “permitió” desarrollar su sueño de tener además de familia, una carrera. Del quinquenio talibán (1996-2001) recuerda que jugaba en casa a disfrazarse con el burka de su madre.
Massouda, huérfana de padre desde los cuatro, tenía 17 en 1998, cuando su familia huyó del régimen talibán afgano cruzando a pie hasta Pakistán. En Peshawar vivieron refugiados seis años: “Tejíamos alfombras, desde mi madre a mi sobrino de cuatro años, todos tejíamos”. Por las noches aprendía el estupendo inglés que maneja: “Solo tenía un cuadernito y un lápiz, intentaba memorizarlo todo para no gastarlos”. De vuelta en Afganistán, se entregó a enseñar inglés como voluntaria hasta granjearse el respeto de varias ONG internacionales que la contrataron como consultora y activista de derechos humanos, especialmente los de la mujer.
Para Massouda, dos escenas fueron decisivas. Una, verse a sí misma quemando dentro del horno de la cocina sus libros en inglés y sobre política y derechos de la mujer. En sus grupos de WhatsApp empezó a circular un mensaje: “Quemadlo todo, están haciendo registros domiciliarios”. “Los metí en el horno, los rocié con aceite de cocinar y prendí fuego a mis queridos libros”, suspira. Luego llamó a algunas de las autoras para disculparse por hacerlo. “Muchas mujeres quemaron sus títulos universitarios”, asiente Khadija.